La Fundación Encuentros del Futuro pidió a un grupo de expertos imaginar iniciativas de muy diverso tipo en materia de seguridad pública, pensando en el Chile del año 2050. Motivado por esa invitación, elaboré cuatro propuestas, y aquí les presento la primera: incorporar en la Constitución la seguridad pública como un derecho fundamental de los chilenos, estableciendo la obligación estatal de garantizar entornos seguros apoyados en sistemas tecnológicos.
Durante décadas hemos discutido —por muy buenas razones— sobre derechos fundamentales: educación, salud, vivienda, libertad de expresión. Pero, frente a los avances tecnocientíficos, resulta evidente que hay un derecho que ya no puede seguir ausente: el derecho a la seguridad pública.
La seguridad hoy no se reduce a caminar tranquilo por la calle o a que la policía llegue a tiempo (aunque eso sigue siendo crucial). También significa proteger la identidad digital de los ciudadanos, impedir que las bandas criminales se organicen en entornos electrónicos y garantizar que las herramientas del Estado estén a la altura de las amenazas actuales. Una Constitución reformada podría, por ejemplo, crear un Sistema Nacional de Seguridad Inteligente, integrando plataformas de inteligencia artificial en policías, municipios y otras instituciones.
Esto supone que el Estado asuma una obligación permanente: garantizar entornos seguros mediante sistemas tecnológicos avanzados, pero siempre dentro de marcos éticos y respetuosos de los derechos humanos. La IA actuaría como un garante tecnológico: redes neuronales que anticipen delitos, algoritmos que analicen datos masivos delictuales y herramientas de vigilancia inteligente (diseñadas con resguardo de la vida privada) para aumentar la eficacia de la protección ciudadana.
Constitucionalizar este derecho en los términos señalados significa asegurar continuidad en las políticas públicas relacionadas, más allá de los gobiernos de turno. La inversión en tecnologías de seguridad, la capacitación de instituciones y la creación de infraestructuras inteligentes no dependerían de la voluntad política del momento: serían un deber sostenido en el tiempo que guiaría a las autoridades de cada Gobierno.
Ahora bien, esto no puede ser —ni debe parecer— una carta blanca para el uso indiscriminado de la tecnología. Al contrario, debe regirse por principios claros: transparencia, no discriminación, control humano y auditorías permanentes. La seguridad tecnológica no debe confundirse con un Estado de Vigilancia, sino consolidarse como un sistema de garantías al servicio de las personas, que refuerce la confianza ciudadana y la legitimidad institucional.
La experiencia internacional y los avances técnicos ya muestran el potencial de la inteligencia artificial: anticipar delitos, encontrar delincuentes, reducir tiempos de respuesta ante emergencias, focalizar mejor los recursos públicos. Bien diseñada, puede contribuir a disminuir la delincuencia y a mejorar la percepción de seguridad de la población.
Consagrar este derecho en la Constitución equivale a reconocer que la seguridad es tan esencial para la vida en sociedad como la educación o la salud. También es proyectar a Chile hacia el futuro, posicionándolo como un país capaz de integrar innovación tecnológica con protección efectiva de sus ciudadanos.