Cada vez que se discute de porqué Chile necesita una nueva Constitución, múltiples voces recuerdan su ilegitimidad de origen, esto es, que fue impuesta por una dictadura que se abrió paso a sangre y fuego. Ahora, la verdad es que usualmente las Constituciones las escriben los vencedores de un conflicto, pero lo raro es que sobrevivan tanto tiempo.
Hay que tener presente que en el mundo hay muchas Constituciones impuestas de idéntica o peor manera, como las que les extendieron los países triunfantes a los vencidos en las guerras mundiales (como Alemania o Japón), aunque hay una gran diferencia: ellas han sobrevivido en aquellos lugares en que la gente las ha valorado como un pacto político unificador de la sociedad, logrando la adhesión leal de la ciudadanía.
No es el caso de Chile. Con alrededor de 150 reformas en el cuerpo y amplios sectores promoviendo su abrogación, su legitimidad sigue siendo tan discutida como hace 35 años atrás, a pesar de que quienes han obtenido el poder a través de sus mecanismos nos aseguren que se ha validado porque los chilenos alguna vez fuimos a votar por reformas constitucionales o porque elegimos parlamentarios (los del binominal) que realizaron dicha labor en nuestro nombre.
En el fondo les aterra la posibilidad de que se discuta los fundamentos del poder que detentan y porque les contraría su incapacidad para convencer que, tras todos los acuerdos y pactos de la gran reforma del año 2005 (esa que reemplazó el nombre de Augusto Pinochet por el de Ricardo Lagos), estemos hoy donde mismo: la Constitución no es querida ni aceptada.
Pero las razones de la ilegitimidad no están en el dictador ni su plebiscito de sainete, sino que en el mismo texto, pues se trata de una Constitución con una visión ideológica sectaria armada de reglas autoritarias que manipulan los resultados electorales con el fin de que, gane quien gane, su victoria sea irrelevante: nunca podrán cambiar el núcleo ideológico de la misma. No es un texto pensado en la gente y el respeto a sus decisiones, sino que es una armadura para defenderse de ella.
Quien en forma más clara ha hecho patente este problema es el profesor de la Universidad de Chile Fernando Atria, quien nos dice que la Constitución es tramposa porque tiene ocultos entre sus pliegues tres cerrojos y la-madre-de-todas-las-trampas, refiriéndose con ello a las leyes orgánicas constitucionales, que son una categoría de normas (con características inventadas en Chile) que siempre necesitan el voto de la derecha; el sistema binominal, que asegura a la derecha el número de votos suficientes para vetar cualquier iniciativa legal que no les acomode (se reformó recientemente, pero los parlamentarios actuales fueron elegidos bajo esa lógica); un Tribunal Constitucional (elegido principalmente con “criterio binominal”: uno para tí, uno para mí) que puede actuar como censor de las leyes que dicten los supuestos representantes del pueblo antes incluso que lleguen a tener vigencia y, finalmente, la casi imposible cantidad de votos de diputados y senadores que hay que reunir para reformar la Constitución.
El resultado: una Constitución rígida, ideológicamente de derechas, con mecanismos para neutralizar a los ciudadanos y a los parlamentarios, repleto de trampas para impedir su reforma y carente de la plasticidad que le permita adaptarse a las nuevas necesidades.
Y las consecuencias son múltiples. Por ejemplo, si creemos que el derecho de acceso de todas las personas a Internet en el siglo XXI es fundamental para el desarrollo humano y económico, ¿podemos incorporarlo a la Constitución?. En los hechos, basta que un sector minoritario lo vete y no será posible. ¿Y si queremos que, al igual que en el resto del mundo, la protección de los datos personales sea un derecho de cada chileno?. Pues ya llevamos más de 15 años de fracasos.
Entonces, si esa es tú Constitución, ¿por qué la querrías?. Es intolerante a nuevas ideas, incapaz de adaptarse a las actuales realidades, desconfía de las decisiones de la gente y neutraliza otras formas de participación política que no sea ir a votar en las elecciones que ella fija: ¿eso nos representa como sociedad?, ¿queremos eso?.
Comparto con el prof. Atria que a lo que deberíamos aspirar es a una Constitución sin trampas, ni de izquierdas ni de derechas, que respete las decisiones políticas de la gente y que, más importante aún, sea aceptada libre y conscientemente por las personas.
El problema real, la base de la ilegitimidad, es que la gente no adhiere ni está dispuesta a adherir a un conjunto de reglas perversas que desnivelan la cancha del juego político a tal nivel que quienes la promovieron y sus acólitos retienen todavía poder suficiente como para bloquear cualquier intento de reemplazo.
Ante esa realidad, si la Constitución la dictó Pinochet o no, es irrelevante.