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Los derechos fundamentales no son importantes

Seguramente antes incluso que naciera, sus padres cifraban grandes esperanzas en usted. Entre otras cosas, lo razonable es que esperaran que fuera una persona sana, inteligente y de buen corazón.

Pero desde hace más de 35 años también existe otro personaje, alguien que desconfía profundamente de usted, de su capacidad de análisis y, sobre todo, de la inteligencia de sus decisiones: la Constitución Política de la República.

Y para conjurar los daños y peligros que sus ideas y decisiones acarreen, ella pone todo su empeño en que su voluntad nunca sea relevante, incluso cuando las comparta con miles o millones de compatriotas para conseguir un objetivo común.

Entonces la Constitución se ha asegurado de que haya cosas que usted no pueda cambiar, no importa lo bueno, lo justo o lo necesario que sea el cambio. Dicho de otro modo, como es usted peligroso para la institucionalidad del país y ya no se le permite matarle, le han amarrado de por vida a través de una compleja maraña de cadenas.

Así las cosas, la Constitución viste un traje blindado con una serie de mecanismos contra las mayorías, como los porcentajes altísimos para modificar las leyes relevantes, un sistema binominal que asegura una repartición 50/50 independientemente de la cantidad de votos (sólo ahora se modificó), un poder de veto entregado a las minorías y, si todo falla, y los representantes del pueblo aprueban leyes contrarias a la ideología constitucional, cuenta con una última barrera: una secta de abogados viejos que viven en Vitacura y La Dehesa, y que tienen el poder de hacer primar sus decisiones por sobre la voluntad de los representantes del pueblo. ¿Los “illuminati”?. No, el Tribunal Constitucional.

Pero lo dicho es la parte “evidente” de lo que hace la Constitución en nuestra contra; más interesante aún es lo que no nos permite hacer. Por ejemplo, ¿qué pasaría si todos los ciudadanos nos uniéramos y decidiéramos que, por ejemplo, debe haber una ley que obligue al Estado a poner a disposición de todos los chilenos acceso a Internet?.

La Constitución, como les decía, desconfía de nosotros los ciudadanos (más bien nos odia) por lo que, a diferencia de otros países, no podemos proponer leyes al Congreso Nacional, tampoco podemos obligar a los parlamentarios a discutir un proyecto y mucho menos podemos votar el texto de una ley derechamente, como si se puede en Suiza y otros países.

¿Y si la casi totalidad de los vecinos de una comuna queremos remover un alcalde que continuamente toma decisiones lesivas para el municipio y que ha caído en un alcoholismo evidente?. Supongo que ya lo adivina: la Constitución no nos permite revocar el mandato del alcalde y de ninguno de nuestros representantes, así estemos todos de acuerdo de lo necesario o urgente que es.

¿Y si el Congreso dicta leyes abusivas, como las leyes que les permiten a los partidos políticos reemplazar parlamentarios, entregar la explotación del mar a siete familias o conceder beneficios tributarios a las empresas que financian a los propios parlamentarios?.

La cruel realidad nos da la respuesta. A diferencia de países como Uruguay, los chilenos no podemos revocar leyes injustas o hechas en interés de alguien distinto de la sociedad toda.

De hecho, solo hay un caso en que la Constitución considera llamarnos a opinar: si el Presidente se opone a una reforma constitucional y el Congreso insiste por 2/3. Pero los Presidentes siempre tienen más de 1/3 de los parlamentarios a su favor, así que pierda las esperanzas de ir a votar: nunca nos convocarán a un plebiscito de este tipo.

Ahora, si vive usted en una comuna rica y al Alcalde el asunto le es indiferente, pueden llamarlo a una consulta sobre el presupuesto y el plan regulador de la comuna. Si la comuna tiene recursos escasos, tampoco le pedirán la opinión nunca.

Entonces, volvamos al principio, al título de esta columna: en una Nueva Constitución los derechos más o los derechos menos que pongan en el listado de derechos fundamentales no son relevantes. O al menos no lo son tanto como el poder de decidir sobre lo que algún autor ha llamado “la sala de máquinas de la Constitución”, esto es, los mecanismos que hacen posible el ejercicio del poder de los ciudadanos en la toma de algunas de las decisiones sobre el destino y orientación de nuestra democracia.

No estoy diciendo que reemplacemos a los parlamentarios por votaciones por Internet, sino que todo lo contrario: nuestros representantes tendrán más claro lo que tienen que hacer y estarán más legitimados para llevar a cabo su labor si nosotros somos los que les damos las señales de cómo avanzar: queremos que se discuta esto, esta restricción legal es anacrónica y debe derogarse, el comportamiento de fulanito le hace indigno del cargo, esta ley es insuficiente, etcétera.

Si nuestra Nueva Constitución no contempla mecanismos de participación directa, es decir, si reduce el ejercicio del poder solo a lo que hagan o acuerden una oligarquía en alguna de sus “cocinas” y les permitimos eso a cambio de que se nos garanticen ciertos derechos, significa que se habrá perpetuado la lógica actual y que hemos renunciado a discutir el curso del barco social a cambio de un Cheque Restaurant para el comedor.

Por supuesto ello no será fácil, pues desde ya existe la férrea oposición de políticos conservadores, quienes introducirán a la discusión una serie de sofismas para evitar que se les prive del monopolio de los espacios de decisión, diciéndonos por todos los medios que la participación directa de los ciudadanos es un peligro, un fracaso, un horror o inventando barreras supuestamente invencibles.

Y si, en contados países se han producido errores y desviaciones, pero las consecuencias nunca han sido tan graves como la de privar a la gente de todo poder de decisión, como es el caso de nuestra actual crisis institucional que no tiene visos de detenerse, ni tampoco vías de escape.

Repito entonces: lo importante no es el listado de los derechos, sino que los ciudadanos tengamos constitucionalmente el poder de señalar que cuestiones deben estar en él.

 

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