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¿Por qué en Chile no se castiga el acoso cibernético?.

El mes pasado tuve el honor de ser invitado por la Universidad Alberto Hurtado a comentar en el Seminario “Violencia de Género en Internet e Intervención desde el Derecho Penal el informe preparado por la Fundación Datos Protegidos sobre el acoso en línea a mujeres, minorías sexuales y comunidad LGBTIQ+ en general.

Me plantearon desde la Universidad que les interesaba que brindara una perspectiva constitucional del asunto, principalmente respecto de las nuevas herramientas o posibilidades que abre la reforma de la Constitución que incluyó como derecho fundamental la protección de los datos personales y de cómo éstas podrían ser utilizadas en su favor por las víctimas de acoso por medios informáticos y telemáticos, particularmente cuando el victimario se oculta en el anonimato.

Los otros dos expositores del panel jurídico eran profesores y doctores en Derecho Penal, cuyos planteamientos hasta el día de hoy recuerdo con asombro (léase “espanto”).

El primero de ellos se tomó un largo tiempo para explicar que con el acoso cibernético (llamado en jerga inglesa stalking o cyberstalking) no se comprometía ningún bien jurídico, pues no existía en ninguna parte el derecho a tener “una vida tranquila” y, por ende, tampoco había un bien jurídico asociado a tal derecho y, como corolario, anunciaba a todos que en un informe preparado para el Ministerio de Justicia, desaconsejaba rotundamente penalizar la actividad que despliegan los acosadores cibernéticos.

El segundo académico abordó el tema señalando que en las sociedades modernas no se castigaba penalmente todos los actos inciviles que cometían las personas, sino que lo razonable era que solo merecieran tal sanción aquellos hechos que las leyes consideraban más graves. Y, por supuesto, el envío de mensajes, correos u otras formas de acoso electrónico son una cosa muy menor, tan menor que no merecen reproche penal alguno, por lo que se trata de cuestiones que, como muchas cosas que ocurren en la vida, sencillamente debemos soportarlas.

Yo a esas alturas estaba desconcertado y con el alma apretada, asi que aproveché el espacio de las preguntas del público para manifestar, entendiendo que el Seminario era un espacio para el libre debate académico, mi total desacuerdo con las posturas planteadas que solo reflejaban, a mi entender, el profundo desconocimiento de un tema en que los penalistas pretendían dictar cátedra (“ojalá hubiera sacado una foto de sus caras en ese momento”, me dijo después uno de los organizadores).

Hago presente que no soy cultor del Derecho Penal, pero creo que no he tenido una mala formación en dicha área: mi profesor en la Universidad de Chile fue Carlos Künsemüller y en la Complutense de Madrid el penalista y criminólogo Antonio García-Pablos, aunque hablo fundamentalmente desde lo que conozco por mi área de especialidad, el Derecho Informático.

Para que los presentes se posicionaran en la realidad, les relaté que yo tengo dos clientes, un hombre y una mujer que no se conocen entre sí, a quienes cariñosamente (y en secreto) les llamo “los locos”, pues la intervención de los acosadores en sus vidas les han conducido al sillón de un psiquiatra por prolongados periodos de tiempo, presos de hondas depresiones.

Han debido soportar, en su día a día, que les llamen por teléfono desde números desconocidos para oír susurros o grabaciones; les incluyan en grupos de WhatsApp junto a sus amigos, parientes y relaciones en las que luego sueltan información delicada, perdiendo la consideración y el cariño de sus cercanos; envían a sus profesores y compañeros de curso mensajes insidiosos en relación a ellos; han perdido al menos tres empleos como consecuencia de las mismas prácticas en el ámbito laboral; les envían mensajes en que constantemente les dicen dónde están y con quién e incluso les mandan fotografías de su dormitorio, con las víctimas durmiendo, sacadas con la cámara del computador que hay en la habitación. Y otras lindezas que han incidido en el quiebre de relaciones familiares y de amistad.

La vida de ambos es un infierno y lo ha sido por los últimos años, pues más encima el Ministerio Público se niega a investigar: como no hay amenazas directas, no cae en el delito de amenazas, y como este acoso en particular no tiene connotación sexual, tampoco están dentro del campo de los delitos contra la libertad sexual. Así que, como no hay ningún ilícito tipificado que investigar, las víctimas de cyberstalking son abandonadas a su suerte.

Por supuesto, ya no hay dispositivo electrónico, ni software, ni cambio de número o de computadores que no hayan implementado para esquivar a sus acosadores: los atacantes solo se demoran horas en encontrarles a ellos y a los suyos, metiéndoles de lleno en el camino de las informaciones falsas, los mensajes insidiosos a terceros y las fotografías intimidantes. Incluso uno de ellos ha perdido a su pareja de años, la cual fue incapaz de soportar este malvivir.

Así que, reitero, nuestros penalistas no saben ni imaginan de lo que se está hablando cuando se dice «ciberacoso»; si lo entendieran sabrían que la fijación con la inexistencia de un derecho a la “vida tranquila” no tiene sentido, pues lo que realmente se compromete es la libertad de las personas para autodeterminar su vida; y también comprenderían que no es admisible sostener que las personas deben soportar mansamente este tipo de acosos y que los hechores no recibirán castigo.

Al contrario, soy un convencido que, en una Sociedad Red en que las personas se comunican e interactúan a través de redes de comunicaciones electrónicas, es indispensable penalizar el acoso cibernético, particularmente cuando la maldad de la gente va más allá de lo tolerable.

Al final de la jornada, cuando ya todos nos acercamos a la puerta, se me acerca uno de los panelistas para decirme con expresión de triunfo: “el Derecho Penal no está hecho para perseguir a los psicópatas”. Y se va, tan orondo.

Y a lo mejor tiene razón, pues puede que quienes tienen rasgos psicopáticos terminen sus días en una institución de salud mental y no en una prisión, pero otra cosa distinta es que la ausencia de una necesaria norma penal impida investigar los hechos y determinar las responsabilidades, que es precisamente lo que ocurre en nuestros días.

 

Para descargar el informe de la Fundación Datos Protegidos, presione aquí

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