Vivimos bajo una paradoja: mientras navegamos por redes sociales con la sensación de ejercer nuestra libertad sin costo alguno, nos convertimos en la mercancía principal del mercado de datos personales. Cada publicación, cada «Me gusta», cada simple búsqueda se transforma en datos comercializables que alimentan perfiles de consumo cada vez más sofisticados.
Sin duda, la información personal se ha convertido en la divisa del siglo XXI; cuando cerramos sesión en un computador, ya hemos dejado tras nosotros un rastro digital que paga con largueza el importe de los servicios utilizados, aunque no nos lo expliquen de esa manera.
Todo ello se amalgama con la demás información de nuestro perfil de usuario que las plataformas obtienen de otras fuentes y que venden o explotan sin que, muchas veces, medie una genuina comprensión por nuestra parte de lo que estamos entregando.
El espejismo de las redes sociales
A estas alturas, tendemos a percibir las redes sociales como una extensión natural de nuestra vida cotidiana, un ágora digital donde aplicarían las mismas reglas del mundo físico.
Sin embargo, esta percepción es engañosa, pues existe una pugna entre las leyes generales del país y la esfera comercial de empresas ubicadas en otras jurisdicciones por, precisamente, escribir esas normas, lo que se traduce en el acceso a servicios más o menos hegemónicos mediante contratos de adhesión imposibles de leer, pero que vienen disfrazados como «Declaraciones de derechos y responsabilidades» o «Condiciones de uso del servicio».
Estos documentos rara vez parecen contratos en sentido tradicional, pero esconden cláusulas de sumisión a tribunales extranjeros y términos que nos obligan a ceder no solo nuestros datos, sino también información personal de terceros, incluido lo que capten los micrófonos y los sensores de ubicación de nuestros teléfonos móviles.
Como consecuencia, el consentimiento que prestamos dista mucho de cumplir con los estándares que el Derecho exige en otros ámbitos: no hay tiempo real para reflexionar, no existe capacidad de negociación y la información sobre qué estamos aceptando es deliberadamente opaca.
Cuando el perfil dejó de ser genérico
Tengan presente que la evolución tecnológica ha transformado radicalmente el concepto de «perfil».
En los años 2000 y siguientes, los perfiles eran criterios de clasificación que dividían a las personas en categorías amplias y genéricas («solteros», «mayores de 40 años», «deportistas», etc.). Hoy, sin embargo, cada usuario cuenta con una identidad digital específica, meticulosamente construida a partir de sus hábitos, relaciones y preferencias, pero también de sus redes de contactos.
Esta dimensión colectiva es crucial: nuestra conducta en redes sociales repercute inevitablemente en los derechos de quienes nos rodean. Al etiquetar a un amigo en una fotografía, al escribir su nombre o mencionar datos de terceros frente a un teléfono móvil, en los hechos nos convertimos en procesadores de información de dichas empresas.
El antiguo caso Lindqvist y sus lecciones
Entonces, ¿mencionar a otra persona en redes sociales de Internet es una operación de tratamiento de datos?
La respuesta nos la da el antiguo caso Lindqvist (1998), resuelto por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea:
Bodil Lindqvist, una catequista sueca, creó una página web con información sobre 18 compañeros de su parroquia. La publicación incluía datos personales en tono jocoso y referencias a la salud de algunos de ellos (datos sensibles en toda regla). Uno de los mencionados le denunció, argumentando que la difusión no consentida de esa información vulneraba su derecho a la protección de datos.
Luego de un largo proceso judicial, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, en su sentencia del caso C-101/01, estableció tres criterios que siguen estando vigentes más de dos décadas después:
a) Publicar datos personales en Internet constituye tratamiento de datos, sometido a la normativa de protección correspondiente.
b) No puede considerarse actividad doméstica o exclusivamente personal la difusión de datos de terceros en un medio accesible públicamente como Internet: publicar en la web no es una actividad análoga a mantener una agenda personal o enviar correspondencia privada.
c) El respeto de ese derecho no entraña, por sí mismo, una restricción contraria al principio general de la libertad de expresión o a otros derechos y libertades vigentes.
Vigencia en el presente
El caso Lindqvist conserva una relevancia extraordinaria en la era de las redes sociales. Los problemas que enfrentamos hoy son esencialmente los mismos que identificó aquel tribunal europeo: difusión no consentida de información personal, tratamiento de datos sensibles de terceros y propagación de imágenes con fines difamatorios o vejatorios.
La diferencia radica en la escala y en la sofisticación de los mecanismos de explotación comercial. Mientras en 1998 se trataba de una página web artesanal, hoy utilizamos ordinariamente plataformas automatizadas, diseñadas específicamente para extraer y monetizar nuestra información personal y la de todo nuestro entorno.
A lo anterior se suma un modelo de negocio basado en socavar los fundamentos jurídicos y éticos que obligarían a las personas a obtener la autorización de terceros para subir su información personal, pues a pesar de que las plataformas declaran la responsabilidad exclusiva de quien sube la información a las redes sociales, poco o nada hacen para implementar controles efectivos.
El camino hacia el futuro
La protección de nuestros datos personales en redes sociales de Internet no es un capricho regulatorio, sino una necesidad democrática. Implica asumir que tras la apariencia de servicios gratuitos subyace un contrato comercial donde somos simultáneamente usuarios y producto.
Exigir transparencia real en las condiciones de uso, promover el empleo de plataformas con tecnologías de protección de datos personales desde el diseño y fortalecer los marcos regulatorios nacionales son pasos indispensables. Pero también lo es desarrollar una conciencia ciudadana sobre el valor de nuestros datos y las consecuencias de compartirlos sin reflexión.
El caso Lindqvist nos recuerda algo fundamental: publicar información de terceros en internet nunca es un acto inocuo o meramente privado, sino un tratamiento de datos personales que, eventualmente, genera responsabilidades jurídicas. Y en un mundo donde cada clic deja huella, esa lección merece ser recordada más que nunca.