Hablar de inteligencia artificial (IA) en los tribunales chilenos ya no es ciencia ficción, si no que una necesidad. Nuestros juzgados civiles están saturados, los expedientes crecen sin parar y hoy, gracias al expediente electrónico, cualquiera puede sumar 100 documentos digitales con la misma facilidad con la que llenamos el carrito virtual de un supermercado. Y claro, alguien tiene que leer todo eso… y ese alguien es el juez.
En este panorama, la IA no debería verse como una amenaza a las garantías procesales ni como un robot dispuesto a arrebatarle la toga al magistrado. Al contrario, es una herramienta que puede fortalecerlas, permitiendo que el tiempo del juez no se consuma en tareas mecánicas que, aunque necesarias, podrían gestionarse de manera mucho más eficiente.
Hagamos el ejercicio aritmético: cada día, nuestros tribunales procesan cientos de miles de causas sobre cobranzas, herencias, daños patrimoniales, incumplimientos contractuales y derechos del consumidor. Eso significa que los jueces del país deben atravesar, combinadamente, decenas de millones de páginas hasta dar con aquella información que realmente importa, la que ilumina el conflicto.
Ahora bien, ¿y si una máquina pudiera leer todo eso en su lugar, identificando mediante inteligencia artificial el núcleo de cada asunto: la cláusula abusiva escondida en la letra pequeña, el pacto sistemáticamente incumplido, la contradicción entre la póliza y el pago efectivo, el patrón de cobros indebidos, la omisión que revela negligencia, el plazo que nunca se respetó? ¿Y si ese sistema pudiera señalarle al juez, con precisión quirúrgica, dónde exactamente se encuentra el problema, cuál es su naturaleza y cómo se manifiesta en el expediente?
Planteémoslo de otra forma: ¿tiene algún sentido que un magistrado dedique horas a navegar por centenares de documentos en busca de aquello que un algoritmo puede localizar en segundos? La pregunta no es retórica ni pretende menospreciar el oficio judicial. Al contrario: se trata de reconocer que el tiempo del juez es demasiado valioso para gastarlo en tareas de rastreo documental que la tecnología puede ejecutar mejor, más rápido y sin fatiga. Lo que está en juego no es reemplazar el criterio humano, sino liberarlo para que se concentre donde realmente se necesita: en juzgar el caso según su mérito.
Si lo vemos de otra perspectiva, tendremos que una de las primeras ventajas procesales de incorporar IA en los tribunales civiles sería combatir las demoras estructurales del sistema. Tanto en Chile como internacionalmente, el debido proceso incluye una exigencia clave: que no existan dilaciones indebidas («Justicia demorada es justicia denegada«). Pero si un tribunal debe revisar contratos con diez anexos, cien correos impresos (porque nunca faltan) y montañas de documentos adicionales, la revisión manual deja de ser virtud heroica y se convierte en una condena. Al final, la lentitud termina viéndose como “lo normal”, como si la justicia hubiese jurado solemnemente llegar tarde.
Ahora bien, si dotamos a la judicatura de sistemas capaces de ordenar, clasificar y resaltar información relevante, el juez puede aproximarse antes y mejor al conflicto. No decide la máquina, pero sí ayuda a que el juez use su tiempo en lo que realmente importa: pensar, analizar, razonar… y no solo hacer arqueología documental.
La segunda ventaja, como lo plantea el profesor Federico Adan Domènech en un reciente artículo sobre la materia, tiene que ver con la seguridad jurídica. Chile sabe lo que es lidiar con criterios dispares en litigios masivos: contratos de adhesión, consumo, Isapres, bancos… prácticamente cualquier chileno tiene una historia que contar. En esos casos, la IA puede ayudar a identificar patrones y tendencias similares, contribuyendo a decisiones más coherentes y evitando resoluciones erráticas producto, muchas veces, de la sobrecarga o de la imposibilidad humana de revisar cientos de causas similares con el mismo nivel de detalle. No se trata de que una máquina “dicte justicia”, sino de ofrecer al juez una base de análisis más ordenada y sólida.
En tercer lugar, la IA puede reforzar la economía procesal, pero entendida correctamente: no como apuro irresponsable, sino como optimización del esfuerzo jurisdiccional. La tecnología no sustituye el juicio humano ni define qué es jurídicamente relevante, pero sí ayuda a priorizar aquello que tiene mayor valor. En un sistema civil donde los recursos son limitados y las causas siguen creciendo como si hubiera un cultivo intensivo de litigios, dedicar el tiempo judicial a lo esencial también es una forma concreta de proteger derechos.
Ahora bien: entusiasmo, sí; ingenuidad, no. Chile no puede permitir que la promesa de eficiencia termine socavando derechos fundamentales. Los sistemas de IA que se utilicen en tribunales deben regirse por principios claros: transparencia en su funcionamiento, registro de su uso y, sobre todo, sentencias dictadas y motivadas por el juez, no por un modelo de inteligencia artificial. La decisión sigue siendo humana… o deja de ser jurisdicción. Lo que venga en el futuro, ya lo discutiremos, pero hoy la responsabilidad sigue teniendo rostro humano.
Nuestro país está cerrando hitos importantes de digitalización del Estado, los tribunales y los procedimientos electrónicos avanzan y la gestión pública incorpora progresivamente nuevas herramientas. En ese contexto, la IA en la justicia civil no es un salto al vacío, ni un acto de fe tecnológica. Es una decisión jurídica y política que debe asumirse conscientemente: con regulación, con controles, con cultura de derechos y, sobre todo, con la convicción de que la tecnología no legitima nada por sí sola.
Si se diseña bien, la IA puede aportar algo que el sistema chileno necesita con urgencia: procesos más ágiles y decisiones más coherentes. Entonces, la pregunta ya no es si Chile debe usar inteligencia artificial en la justicia civil, sino cómo hacerlo para reforzar, y no debilitar, la función jurisdiccional.
Si respondemos desde las garantías procesales y no desde la fascinación acrítica con la tecnología, la IA puede convertirse en aliada para que nuestros jueces cumplan mejor su tarea esencial: decidir con rigor, en tiempos razonables y respetando plenamente los derechos de quienes confían en ellos. Y no pasarse los días leyendo documentos que ni el abogado que los remite se ha tomado la molestia de leer.
Esta columna se nutre de la lectura del artículo «Algoritmos en el proceso civil: oportunidad de modernización o riesgo de desnaturalización. Creación de un algoritmo para la identificación de cláusulas abusivas«, del catedrático Federico Adan Domènech, publicado en la Revista de Internet, Derecho y Política de diciembre de 2025. He recogido algunas de sus reflexiones finales, aunque las he desarrollado desde una perspectiva propia que no necesariamente coincide con la del señalado autor.
Debo señalar que, si bien el análisis jurídico del profesor Adan Domènech resulta valioso, las consideraciones técnicas sobre programación de algoritmos que plantea parecen corresponder a un estado del arte distinto a los tiempos actuales. No obstante, el conjunto de problemáticas jurídicas que identifica están vigentes y constituyen un aporte para cualquier reflexión sobre la materia.