Hay un mito griego que parece escrito para nosotros: el de Sísifo, condenado por los dioses a empujar una pesada piedra montaña arriba sólo para verla caer cuesta abajo una y otra vez. Y si uno observa la historia de la transformación digital del Estado en Chile, no cuesta imaginar a un grupo de personas empujando una política pública digital hasta la cumbre… únicamente para verla rodar cuesta abajo tras el cambio de Gobierno.
Desde hace más de dos décadas, Chile no sólo ha hablado de digitalización del Estado con pasión, sino que también ha creado plataformas, servicios en línea, estrategias, comités, Divisiones, Secretarías, reglamentos y hasta leyes, como la Ley 21.180 de Transformación Digital del Estado.
Pero, como en el castigo del rey griego, cada administración que llega decide no sólo despeñar la piedra, sino que rediseñar la montaña y cambiar al equipo que sabía por dónde se subía. Y la roca digital vuelve al valle.
Esta es una tragedia repetida. La transformación digital del Estado no puede avanzar si cada Gobierno parte desde cero, olvida todo lo avanzado y cambia los equipos de trabajo por gente de su confianza que descubre (¡otra vez!) que sería buena idea usar firma electrónica, interoperar bases de datos o eliminar el papel.
Aunque hasta el momento la palma de oro se la lleva el momento en que, una vez instalados, descubren que ya existe una ley de transformación del Estado y que el plazo para implementarla empezó a correr el año 2019. Y que vamos tarde.
¿Por qué importa tanto la transformación digital del Estado?
Más allá de lo simbólico, la digitalización del Estado es una de las llaves maestras para construir una administración pública más eficiente, transparente, inclusiva y, sobre todo, al servicio de las personas. Un Estado que opera en línea permite mejorar la calidad de vida de millones de ciudadanos: reduce tiempos de espera, elimina trámites presenciales innecesarios, rediseña procesos obsoletos, previene la corrupción mediante trazabilidad y garantiza servicios públicos accesibles incluso en zonas aisladas o para quienes enfrentan barreras físicas o tecnológicas.
Pero no se trata sólo de comodidad o modernidad. Una política sólida de gobierno digital impulsa el desarrollo económico al aumentar la productividad, optimizar el gasto público y abrir nuevas oportunidades de innovación para sus ciudadanos. Además, fortalece la confianza de las personas en sus instituciones y contribuye a construir un país más justo, eficiente y orgulloso de su capacidad para estar a la altura de los desafíos del siglo XXI. La transformación digital del Estado no es solo una herramienta técnica: es un elemento diferenciador como país (que podríamos elevar a causa nacional).
Chile, tras 25 años de trabajo, aún no lidera en este ámbito. Según el Índice de Desarrollo del Gobierno Electrónico (EGDI) elaborado por Naciones Unidas, Chile se encuentra en una respetable posición 31, pero bastante por debajo tanto de sus récords históricos como de países como Uruguay, que ha sabido mantener una estrategia de transformación digital coherente, sostenida y blindada frente al vaivén político.
¿Y por qué Uruguay sí pudo, si empezaron más tarde que nosotros?
La diferencia no está en el talento técnico ni en la disponibilidad de recursos. Está en la institucionalidad. Uruguay creó la Agencia de Gobierno Electrónico y Sociedad de la Información (AGESIC), una entidad que goza de continuidad técnica, planificación estratégica a largo plazo y un mandato transversal que no depende del partido político que esté en el poder.
Chile, en cambio, ha dejado su política de gobierno digital a merced de cada administración. Se cambia el nombre de la oficina, se trasladan las funciones, se despide a parte importante del equipo anterior y se nombra a nuevos encargados que deben aprender desde cero. En ese contexto, es imposible sostener una visión de largo plazo.
Tal vez no podamos evitar (¡ni queramos hacerlo!) que los Gobiernos cambien. Pero sí podemos evitar que con cada cambio vuelva a comenzar la historia desde cero. Para ello, necesitamos que el impulso digital no dependa de voluntades políticas momentáneas, sino de estructuras sólidas y profesionales.
Sólo así, el Estado dejará de empujar piedras cuesta arriba y empezará, por fin, a construir sobre lo ya avanzado. Porque en la mitología, Sísifo está condenado por los dioses, pero en Chile, en cambio, lo estamos condenando nosotros mismos.
En completo acuerdo.